No me quiero morir. Es decir, sí quiero, pero no deseo la muerte absoluta, el fin de las cosas, sino su parcialidad, lo que se busca cuando uno cae dormido. El reposo, la quietud, los sueños. Una pausa real que atraviesa un punto del tiempo, lo traspasa y renace más adelante, una vez que el sol se ha levantado, ya que el frío de la madrugada se ha evaporado de los jardines y de los parques. Cuando las aves recién empiezan a trinar sus cantos, cuando los perros estiran las patas hacia delante y van a su tazón de agua para hidratarse luego de una buena noche de sueño. Yo quisiera ser el medio donde se desenvuelven, algo más que un testigo incompleto.
Disiparme en la incorporeidad de la línea naranja que parte en dos la tierra y la separa del éter.
Morir, disolver la partícula de la conciencia y olvidar todo rastro de mi forma material, todavía no encuentra la voz su llamado. No hay canto polifónico que solicite un debutante. Está lejos de mi pensamiento el sentir que las manos se tensan y se ponen frías. Que mis párpados se sellen como la piedra que rueda pesada y oculta el tesoro de los faraones. Esa muerte, La Muerte no tiene en su lista mi nombre. Todavía se paseará en el lecho de otros tantos, de los enfermos, de los austeros, del rico negligente, del pobre más pobre que pese a todo su dolor suplica continuar. Irá a dar el beso de buenas noches a los niños que el destino arrojo al mundo sin guarda o motivo. Arrancará el aliento a conquistadores se voluntades, a los afortunados viejos que han pedido el rembolso de la vida desde hace tiempo, cuando todavía se mantenían en pie y podían contener sus esfínteres con obediencia. Esa Muerte que llega a borrarnos de los presentes no me asusta, no me quiere ni me busca, y yo espero que no recuerde mi nombre ni se ponga astuta a jugar conmigo a las escondidas.
Solo una parcialidad, un adelanto del pago que debo hacer por este tránsito mundano.
Morir, pero soñando que pronto a la vida voy a despertar.

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