101

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Cruzado el umbral de la gran sala, notó de inmediato el desorden armonioso de los distintos módulos aglomerados en tan pequeño espacio. En recepción, atendiendo con discurso monótono, las dos señoritas de cabello lacio recibían a los perdidos dándoles indicaciones de cómo proceder su visita. Se dirigió al fondo, pasando a través de la multitud en recepción y cruzó el área donde aquellos que realizaban ajustes de último momento a sus variadas hojas compartían bolígrafos, dudas y disgustos. Algunos tachaban las hojas blancas, otros sobreponían un color azulado a las amarillentas y otros leían y releían sus solicitudes sin saber en dónde estaban equivocados. 

            —Buen día, señorita, ¿dónde tomo turno?

            —De este lado —le respondió la joven inclinando la cabeza hacia la derecha sin despegar los ojos del monitor—. Una vez lo haya tomado, vaya a donde están las mesas y giré a la derecha otra vez. Ésa es la sala de espera.

            Obedeció y con el número en la mano se dirigió a su destino. Al entrar en la sala de espera lo sorprendió el cambio súbito entre la organización de la primera sala y de donde se hallaba ahora. Al centro, quizá a unos diez pasos, un mar de sillas ordenadas formando un perfecto rectángulo de quince filas por dieciocho columnas. Delante de las sillas, en una tarima dispar en proporciones, situados asimétricamente respecto a los márgenes de su propio trapezoide, los funcionarios recibían y despachaban a los civiles. 

            La sala se encontraba casi a la mitad de su aforo. Revisó el turno que tomó. 101. Buscó encima de las cabezas de cada burócrata buscando una pantalla indicadora, para hacer un cálculo ficticio de cuándo esperaría ser atendido. No lo encontró. Se dirigió entonces buscando un asiento entre la retícula bien ordenada. 

            Al tomar asiento escuchó a uno de los señores de traje percudido, con apenas vestigios de solemnidad en la solapa, gritar el número siguiente para ser atendido:

—¡37! Favor de pasar al escritorio 6. ¡37! Escritorio 6.

Una vez terminó el funcionario de repetir las instrucciones, a unas pocas filas de distancia, escuchó un revuelo de aplausos, silbidos y gritos de entusiasmo. Le pareció extraño, aunque no tanto como el hecho que ningún burócrata dijera nada ni solicitase al silencio presencia inmediata. Dicha ovación perduró apenas unos segundos cuando de nuevo un burócrata llamó a la persona del número subsecuente y de nuevo los aplausos y gritos retumbaron.

            “Qué curiosa práctica, nunca había presenciado algo así. ¿Será acaso este el sitio donde debo estar?” —pensó mientras admiraba dubitativo las ovaciones de sus compañeros de sala. 

            Inspeccionó partiendo de una esquina en línea diagonal hasta llegar al vértice contrario. Repitió el proceso en la trayectoria restante y no descubrió nada inusual, tampoco nada que le clarificara si había cometido un error. Hasta donde él sabía, aquí era donde debía entregar su documentación. Decidió quedarse en la sala un rato más, pero se había dicho que, si la duda lo asaltaba nuevamente con la misma seriedad, habría de preguntar a alguien si realizaría el mismo procedimiento que él. Dos personas en la sección gubernamental errónea sería improbable.

            Pasaron los segundos que mutaron a minutos y la fila no avanzó más. Se sintió un tanto más tranquilo, no porque la espera en sí misma fuera relajante, sino porque era familiar a la circunstancia: la atención en ráfaga por parte de los funcionarios para una pequeña fracción de los solicitantes, y la prolongada espera de quienes no fueron contemplados en este momentum. No hubo aplausos, gritos, ni siquiera murmullos durante ese tiempo estéril. 

—¡39! Favor de pasar al escritorio 2. ¡39! Escritorio 2.

—¡40 y 41! Pasar a escritorio 4. ¡40 y 41! Escritorio 4 —una voz distinta a la primera ya conocida gritó.

En esta ocasión los aplausos duraron apenas para ser registrados como suceso. En ese breve espacio abierto que dejaron las voces anunciantes, hubo la ocasión de la algarabía por parte de quizá, pues desde donde estaba no distinguía del todo bien, tres personas que detuvieron su festejo apenas notaron que otra voz de mayor relevancia haría uso de la acústica del lugar.

“En definitiva, no estoy en el lugar correcto. Aquí ha de ser un trámite de mayor clase, representativo en la vida, que merezca el congratularnos al ser atendidos. O quizá vinieron juntos, se conocen y se festejan —y cuestionándose este último pensamiento siguió—. Tonterías, ¿qué puede festejarse en una dependencia estatal?”.       

            Decidido a irse recordó que primero debía verificar que esa sección fuera la correcta. Preguntó a quién tenía a la izquierda: 

            —Señor, buenas tardes, disculpe…

            —Permítame, joven, debemos recorrernos —interrumpió un apuesto hombre de traje oscuro levantándose a la par que se recorría cuatro posiciones—. Bien, ahora sí, dígame, ¿en qué puedo servirle? Yo con gusto aclaro sus dudas, lo asesoro, puedo hacer lo que usted requiera, solo dígalo. Tenga confianza, de veras. 

            —Sí…—se extrañó de recibir tanta amabilidad proveniente de un desconocido, más aún por la longitud innecesaria de la respuesta del hombre— me preguntaba si es aquí el lugar donde debería estar. Verá que…

            —Claro que debe usted estar aquí hablando conmigo. Es todo un gusto y un placer, ¿verdad? No tenga dudas, se encuentra bien —contestó el hombre tomándolo del brazo y sin dejar de mirarlo a los ojos con una gran sonrisa mientras hablaba.

            —Cómo puede usted saberlo si no me permite terminar de explicarle.

—No es necesario, usted está aquí. Se dirigió a mí esperando que yo resuelva su problemática y yo le he dicho que puedo hacerlo, con todo gusto. Eso hice y continúo haciendo, ¿ve cómo ahora usted va disipando sus dudas? 

Habríase despertado en un mundo alterno, o bien pudiera seguir dormido y todo este extraño suceso fuera más bien el subconsciente narrándose lo que ansía hacer el consciente al despertar, pues estaba lejos de su entendimiento que aquello que decía el apuesto caballero, con tan servicial voz y miradas luminosas, fuera respuesta a su pregunta inacabada.

—Permíteme concluir mis palabras. Entré como todos por recepción, donde solicité indicaciones para tomar turno y entregar mis documentos, la señorita me dijo que girará a la derecha para ingresar a este espacio donde…

—Donde usted, de manera evidente, hablaría conmigo buscando la respuesta a sus inquietudes —sacó del bolsillo de su saco un pañuelo y lo agitó para luego, en una maniobra curiosa, como si de un acto de gran habilidad se tratase, como si de pronto todas las luces lo enfocasen a él en un espectáculo de prestidigitación textil, cubrir su anular, medio e índice, y despejar el sudor de su frente —. No se cuestione más sobre este asunto, pues ha sido resuelto, mi estimado compañero: aquí se halla usted, ya no más a la espera de una respuesta pues la está recibiendo.

            —No haga mucho caso de sus palabras, caballero. Es todo esto la parafernalia transcurriendo, el suceder mismo de existir e interactuar nosotros con los otros —dijo alguien del que no se había percatado al lado contrario del hombre al que escuchaba ya con un brote bien nutrido de impaciencia—. Es su ordinal, le da una importancia que fuera de aquí no posee. Hasta lo embellece, ¿no cree?

            —No termino de comprender —ni siquiera había comenzado, pero algo percibió en esta nueva voz que trataba de explicarle que lo hizo formular sus palabras de modo que pareciera involucrado, dispuesto a escuchar una razón —, ¿a qué se refiere usted?

            —Los turnos. A usted le toco el 101, un número bastante olvidable si me permite decirlo. Por consiguiente, quien esté a izquierda suya, a no ser que sea un día diferente a hoy, será el 100. Uno de los números más representativos, emblemáticos, históricos, maravillosos, perfectos y demás adjetivos que por cuestiones de tiempo me veré en la obligación de omitir.

            “¿Di vuelta en donde debía esta mañana? Seguro que algún señalamiento de tránsito malinterpreté y acabé en este recinto de excéntricos —pensó decepcionado de escuchar a otra persona hablar disparates —será que todos son así”. 

            Iba a seguir con sus lamentaciones internas cuando descubrió que su nuevo interlocutor, proseguiría con su monólogo, un tanto más coherente pero no lo tanto para cobrarle algo de sentido:

            —Yo soy el 102, un placer conocerlo —este hombre tenía un acento particular, estirado, artificioso y podría decirse que cada sílaba final llevaba el sabor de fatuidad que instigaba e indigestaba a todo oído que probara de él—. Sabe, mi número no es tan importante como el 100; pero al menos no soy el más próximo a éste, no se olvidan de mí tan fácil como lo harían de usted.

            —¿El número de turno es realmente de tanta importancia como dice? —dijo mientras revisaba nuevamente la sala, como si pretendiera encontrar con la mirada el momento preciso para levantarse e irse—. Y disculpará usted, pero he de retirarme.

            —¡La importancia que nos da la numeración lo es todo aquí dentro, caballero! —se sacudió levemente mientras en su abrupto, con ojos despectivos, pero no hirientes, explicó tratando de evitar que saliera del mar de sillas—. Usted ha venido aquí porque precisa la revisión y entrega de sus documentos. Bien, asumiendo que ya tiene todo su papeleo en orden, terminado y consignado a la jurisprudencia que reside en esta dependencia, usted debió tomar un número en la entrada. Déjeme reparar en esto: no sólo “tomar un número”, es decir, usted no tomó un número aleatorio, que pudo ser tomado, sino el que le correspondía a usted, único turno del día, resguardado, esperando a conocerlo a través del tacto de sus dedos con el papel.

            Las palabras del hombre lo habían detenido de su iniciativa por abandonar la sala. Parecía que estaba obteniendo respuesta, aunque lenta y sinuosamente, a la pregunta sobre si su presencia en dicho sitio debía ser o no. Al terminar el hombre de hablar, hubo un nuevo llamamiento por parte de los funcionarios para que los siguientes tres turnos pasaran cada uno a un escritorio particular. Se recorrieron los lugares de nuevo y con una mirada solicitó al hombre, al 102, que continuara su explicación:

            —Usted, 101, se denomina como tal, como el número que es… —bajó la mirada, recordando, o fingiendo que recordaba algunas palabras que ya había dicho —quizá he sido algo deshonesto con usted. Me disculpará. 

            —¿Deshonesto, en qué sentido? ¿Todo lo que ha dicho es una gran mentira?       

            —Quizá, al menos parte de ello.

            —Pues diga la verdad.

            —Usted no es un número olvidable, es uno de los ejemplares —sus palabras viajaban por el aire densas, como si fueran de material pesado; la vergüenza expuesta es de difícil flujo—.

            —Me parece que usted está un paso más adelante que yo en la conversación, le ruego: explíqueme por favor sobre los números, ¿qué tienen que ver? 

            —Los turnos nos delimitan, somos aquel papel impreso en la expresión más grande posible. Usemos al 100 de ejemplo —ambos voltearon a mirar al 100, quien se encontraba en nuevo monólogo con quien presumiblemente se asume que era el 98, con el 99 cruzado, viéndolo estupefacto, semejándole al Dandi mismo—. Él es un número histórico, elegante, precioso, múltiplo reconocido y alabado por todos, algunos con mayor o menor efusividad, claro está. Egocéntrico por naturaleza. Si lo usamos para medir el tiempo en años, le damos el apodo de siglo. Al multiplicarlo por otro número bello, el 10, tendremos al milenio. Por eso cuando usted buscó ayuda proveniente de él, sólo encontró palabras que lo alabasen, nada de cordialidad auténtica, un ofrecimiento genuino que usted pudiera serle útil. Él no sabe lo que significa, nunca le han enseñado algo distinto a amarse a sí mismo.

            —Creo que ya entiendo, al menos lo suficiente para compraender la actitud del hombre.

            —Y seguro le servirá para entender la suya durante su estadía aquí —hizo una pausa, expectante de una deducción que bien sabida era no nacería por parte del 101, que él entendía que debía hacer si deseaba escucharla y prosiguió—. Y, por supuesto, la mía.

            —Discúlpeme, ¿qué actitud suya comprenderé? 

            —Es verdad, usted no va a entender nada, como no lo harán los demás ejemplares.

            —Antes que le pregunté sobre el significado de ejemplar, responda mi pregunta anterior, por favor —le dijo en una voz imperativa, aunque suave; pensó que si pretendía darle seriedad al asunto, como todos en esta sala lo hacían, sus dudas se disiparían más pronto.

            El 102 enrojeció de los pómulos. ¡Cuánta gallardía, cuánta autoridad había en el 101! Avergonzado por sentir que importunaba con sus aclaraciones no solicitadas a quien él tantas ganas tenía de ser, respondió:

            —Mi actitud de envidia. Usted es un número ejemplar, el nuevo comienzo de la numeración. Con usted se repiten todos los números hasta completar una centena. Es el primogénito del comienzo, único, irrepetible, sustento, inicio de la vida y símbolo del individuo. 1 —la cadencia de su voz fue de tal grado de solemnidad que él mismo se creyó que quizá tenía la oportunidad de volverse un ejemplar—. Usted, yo quisiera ser usted. Tanta importancia tiene que no es capaz de verla. Poseedor del escepticismo, un mesías que en su debido momento se revelará, no sólo ante mí, el más obvio seguidor, sino ante todos. 

            Al escuchar el estrafalario discurso del 102 quedó dubitativo. Pese a que la explicación y el sustento de la misma tenía la lógica suficiente para creerse verosímil luego de su experiencia con el 100 y con los aplausos que había presenciado en la sala, no terminó de entender el porqué de estos sucesos. ¿Tan especial es ser determinado por un sistema que los burócratas inventaron hace tanto? ¿Era acaso necesario representar dichos papeles? Pero la duda que más persistía, que le picaba por detrás de la cabeza, hurgando entre todos sus conocimientos a ver si encontraba extinguirse. ¿De dónde nace el carácter de cada número?

            Siguió y permaneció durante un buen rato el silencio parcial que acompaña a los sitios de espera. Rebotaban atenuados los sonidos que emitían los funcionarios al teclear sobre sus computadores, los deslizamientos rítmicos de un lápiz o un bolígrafo, todas las respiraciones que se encontraban en la atmósfera, sumándose en diferentes suspiros. El 102 volteaba a verlo de tanto en tanto, esperando alguna pregunta más, sentía la necesidad de seguir hablando con él, quería la atención de un ejemplar, que, dicho sea de paso, no tenía atención para otra cosa que para preguntarse. Al cabo de otras tantas miradas, el 101 continuó haciendo uso de su compañero para aclarar sus dudas:

            —No se han escuchado ya los aplausos cuando se avanza de número, ¿está ligado también ese festejo a los números? 

            —No habría otra justificación para ello—disimuló el entusiasmo lo mejor que pudo luego de recibir nuevamente una conversación—. Cuando la ovación se escucha es porque ciertos números celebran anticipadamente. Verá, cuando el final de la decena particular en la que se encuentran los turnos es llamada a recibir atención, los primeros de la nueva ordenación celebran que pronto serán ellos atendidos. No festejan a quienes acuden en ese instante con los funcionarios, sino que se alegran por estar próximos a realizar sus procedimientos. Así, al pasar los turnos 37, 38 y 39, quienes festejaron fueron el 40, 41, 42 y 43. Sólo ellos, aunque es verdad que su escandalo es tanto que podría decirse que toda la decena está de fiesta.

            —Esa es la razón por la que solo unos pocos aplauden… qué locura.

            —No es ninguna locura, caballero. La ansiedad y precipitarse es natural en los números. Los precios en los artículos terminan siendo el número próximo, igualmente al medir el tiempo. A nadie le interesa decir que son las 2:37 pm, se salta hasta las 2:40 pm en el mejor de los casos, cuando se es suficientemente considerado para evitar la expresión “casi un cuatro para las 3”. 

            —Será diferente en esos casos. Es por cuestión pragmática el omitir y redondear. No veo festejo en subir el precio o adelantar el tiempo.

            —Esa sí es una locura, omitir de lo existente. Vivir saltando los puntos de la recta en lugar de recorrerlos todos. Inconcebible.

            —Usted mencionó hace unos minutos el tema de los ejemplares— le dijo mientras se recorría un par de posiciones, pues los funcionarios habían entrado en una racha de trabajo que emocionó a varios de la decena de los sesentas—, y he de suponer que hay otro tipo de números también. ¿Cuáles son?

            —Las clasificaciones empleadas son dos: la matemática y la formidable. La matemática agrupa a los números por su orden y comportamiento en dicha ciencia. Están los primos, los pares y los naturales. Nada hay sobresaliente en esta clasificación, pues no determina el carácter del personaje que se interpreta. Es apenas una distracción que podría pensarse para pasar el rato.

            El 101 reflexionó sobre esta explicación. Bien es cierto que había, a la vez que no, un fundamento matemático para clasificar y atribuir propiedades a los turnos. Lo había, porque eran números, y los números si no son del campo de la matemática, esencialmente, no son de ninguna parte. Nadie los adoptaría para denominarlos como útiles. Y no lo había porque ahora que lo pensaba, las características del 100 no tenían más que fundamentos externos, rasgos atribuibles por otras vías más allá de las científicas. Todo era una invención atribuida por la idea que representaba el número y su símbolo; una metafísica inexplorada que en esta sala relucía sobre todos sus intérpretes. 

            —Caballero, ¿me entendió? —preguntó el 102 pues notó que la mirada del 101 no se encontraba en lugar correspondiente a sus palabras dichas.

            —Sí, entiendo. Nada tiene que ver la matemática para determinar a los números.

            —El carácter de los números, caballero. Sólo esto queda fuera de su jurisdicción, todo lo demás que pueda decirse al respecto sobre cómo se ordenarían, está en la matemática. La secuencia que llevamos, sumando 1 cada vez que se mueve un turno, es matemática. Que yo sea un par o que represente la mitad o el doble de cualquier otro número, es de la matemática. Pero, como le digo, es mera distracción y una forma de pasar el tiempo.

            —Hábleme ahora de la clasificación formidable.

            —Los números tenemos rasgos intrínsecos a lo que representan. El 1, el comienzo; el 2, seguidor más ferviente; 5 y sus múltiplos, representan la parcialidad y es bello siempre admirarlos con algo de melancolía, son la mitad del viaje que hacemos; 10, 100, 1000, son números conclusivos, egocéntricos, que por todos lados se mencionan y a los cuales recurrimos siempre para resolver problemáticas de toda clase, son nuestra ancla más fuerte luego del 1.

            Mientras decía todo esto, tuvieron que moverse un par de posiciones hasta llegar casi al frente de los funcionarios, los cuales habían estado realizando su labor del modo más ejemplar. Es una lástima que no siempre tengan los ánimos para hacer de su trabajo algo admirable. Tal vez así las numeraciones tendrían menor relevancia.

            El 101 quedó sorprendido por la explicación que el 102 le proporcionó. Sentía que finalmente, luego de escuchar sinsentidos en un comienzo, comprendía las particularidades de la sala. “Si llegase a tener que repetir este tortuoso proceso, si algo de lo que preparé, si un documento está mal llenado o si bien debo repetir esta fila en un futuro cercano, sabré qué protocolo seguir. Tendré nociones cómo aplaudir y en qué momento, eludiré a aquellos múltiplos de 10 y 100 y buscaré no ser un ejemplar desconocedor” pensó tratando de hacer todas las anotaciones en una libreta mental. 

            Se encontraba ya próximo a ser el siguiente en ser atendido. El número 95 pasó luego de escucharse en la voz del funcionario del primer escritorio. Sabía que una vez llegasen al 97, su decena comenzaría los festejos, por lo que recordó todas las ovaciones que se habían efectuado tratando de coordinar premeditadamente, como bien puede notarse que no hay otra manera, su aplauso y efusividad.

            —No, usted no va a festejar, es un ejemplar, no debe hacerlo —lo interrumpió el 102, ¿cómo pudo saber qué pensaba?

            —Pero, ¿no habría yo de ser el iniciador del festejo? Es decir, soy el 101, el comienzo, como usted mencionó. 

            —A usted esas labores no le corresponden. Es especial, no arruine su carácter al empatizar con nosotros, los demás, los olvidables y poco representativos seguidores.

            Así pues, al llegar el 97, se escuchó una ronda de elogios, silbidos y todas las demostraciones festivas que pudieron acontecer en la sala. El 101 miraba con una sonrisa de orgullo a quienes lo sucedían. De alguna forma, lo festejaban también a él. Una vez el 97 estuvo frente a su respectivo funcionario, el 100 se puso de pie, planchó su saco deslizando el dorso de su mano en ambos lados, pellizco los hombros y con el mentón levantado y con la mirada apuntando hacia su inminente victoria en el juego burocrático, dijo a todos los turnos que le seguían:

            —Queridos compañeros, mis colegas… pronto llegará el momento en el que concluya esta decena previa al renacimiento que le daré a la fila. Conmigo empezarán a ver tres dígitos en sus papeles, vean como les abro la cabida para recibir atención. Ustedes, sigan mi vuelo y les aseguro que llegarán más allá de lo que su perspectiva actual puede ofrecerles.

            —Usted es el comienzo, no él, pero descuide, en su ignorancia y afán de protagonismo ha entendido distintas las cosas. Él es el final, bien pudiera ser decisivo de no ser porque la máquina expedidora de turnos sabe contar más allá de 100, pero no lo sabe o no lo quiere ver como tal —el 102 le dijo al 101, anticipándose a una pregunta.

            —Descuide, no era necesaria su aclaración. Entiendo ahora la condición del 100. Dejémosle ser aquello que pretende.

            —Indiferencia amable, usted siempre sobresale, qué admirable —el 102 apretó suavemente el brazo de su antecesor y le dirigió una mirada de siervo.

            Hubo una espera prolongada para la continuación de los turnos debida a la sincroniza excepcional de los burócratas para levantarse cuatro a la vez, dejando a más de 90 personas en espera atendidas por una pareja de compañeros. Uno de ellos en verdadera urgencia se dirigió al baño seguido de otros dos que solamente buscaban estirar las piernas y aprovechar ese ejercicio para liberar el poco volumen acumulado en la vejiga. El último en levantarse, carpeta en mano, el más diligente, salió de la sala en dirección a la recepción, quizá para ser interceptado por algún compañero de otra área, o por otra compañera con quien estaría dispuesto a dialogar tendidamente prospectado alguna cita. 

            El crecimiento de la espera era proporcional a los nervios que iba sintiendo el 100. Luego de su gran muestra de orgullo, de ese discurso donde anunciaba un comienzo refrescante, el que hubiera un detenimiento afectaba terriblemente a su imagen. No quería que lo tacharan de mentiroso, como si fuera un profeta que anuncia sin haber visto. Siguió la espera, nadie dijo nada, nadie volteaba a ver a sus antecesores o sucesores. Una que otra vez algún impaciente miraba hacia las puertas por donde habían salido los funcionarios, esperanzados de verlos regresar. Coincidía la suma de algunas miradas en las puertas, nunca las suficientes para manifestar a quien tanto esperaban. 

            —Disculpe, mi querido compañero, dígame ¿le pareció adecuado mi discurso de hace un momento? —preguntó el 100 al 101.

            —Fue bueno, muy motivador. 

            —¡Es lo que yo pienso! Qué maravilla saber que tuvo el impacto que buscaba, es decir, bien sabía yo que no podría repercutir de manera distinta sino solo en aquella que con mi solemnidad conseguí. Gracias, camarada —le dio un apretón de manos y palmó su hombro las veces suficientes como hacerlo sentir incómodo.

            Los funcionarios, no se sabe si por lograr captar en su fuero interno aquellos mensajes telepáticos que la sala envió solicitando su aparición, volvieron los cuatro juntos a sus escritorios. Llamaron al 98, al 99 y al 100. Se sabe bien lo que aconteció y pronto quedó la decena del 101 en primera fila, a punto de poner fin a este tramo del día, a punto de despedirse quizá para siempre, pues nunca se sabe si los incautos van a sumarse entre ellos para repetir los procesos la vez próxima, cuando piensen, y esperemos atienen, que tienen todo listo.

            —Ha sido un gusto, un honor verdaderamente, haber coincidido con usted —el 102 le ofreció un apretón de manos al 101 con la esperanza de ser admirado por él.

            —Claro, el gusto ha sido mío, caballero —le dijo, tomó su mano y la estrecho con un poco más de fuerza de la habitual y volvió a su posición neutral de espera.

            El funcionario de la urgencia real todavía no llamaba a nadie. Le llegaban las miradas turnadas de los ciudadanos expectantes de oírlo decir algo. A veces le caían tres miradas mientras acomodaba unos papes, dos pares de ojos más cuando tecleaba decidido en su monitor, otras tantas pupilas ajustaban la entrada luz al verlo rotar su cuello, encoger sus hombros, deslizarse en el asiento, ajustar la altura, acomodarse las gafas. Lo veían y parecía que entre más fuera así, menos serían sus ganas por llamar a alguien.

            Al salir el 99 de la sala se llamó de inmediato al 101. Esperanzado de que algún otro ejemplar supiera el papel que tenía, imaginó como recibiría la ovación de tal compañero. Incluso pensó en cómo sería si toda su decena notase lo que con tanto entusiasmo el 102 explicó sobre su título. Era un ejemplar, ya le gustaba cómo se escuchaba eso. Sin embargo, como la realidad apuntaba a que fuera, nadie le dio ni siquiera un aplauso.

            Estuvo durante unos minutos con el funcionario. Le hicieron las preguntas de rutina, revisaron las zonas necesarias en su documentación. Vivió ese silencio impuro que es esperar a que un ordenador formule, calcule y pueda expulsar el resultado mientras la persona que está en frente se queda absorta mirando ese conjunto de circunferencias intercambiándose la luminosidad de su relleno con la palabra “procesando” en una tipografía azulada. No tenía ningún sitio al cual mirar que no contuviera parcialmente al funcionario, por lo que le resultaba incómodo dejar la vista quieta, no vaya a creer el señor al que debía agradar, o por lo menos resultarle indistinto, que estaba juzgándolo. 

            —Listo, su trámite ha sido exitoso, caballero. Firme aquí debajo, me deja la copia de atrás y puede retirarse —el funcionario le entregó los papeles sin mirarlo a los ojos.

            —Muy bien. Le agradezco, tenga buen día —firmó y se levantó de la silla.

            Antes de salir por la puerta, echó un último vistazo inseguro de la conclusión de su trámite. Quizá lo llamarían para darle una última indicación, o algo se le olvidaba en su asiento y el 102 o 103 lo llamarían para entregárselo. 

Se cruzó frente a él, en una fila más o menos al centro de la retícula, hallada sin haberse buscado, la escena de un ejemplar preguntando a su antecesor si podría asesorarlo con una duda. El que asumió que era el 200 colocó su mano en el hombro del 201 y éste extrañado, pues quería saber si su presencia en dicha sala era la correcta y no entendía cómo alguien puede tomarle tanta confianza con apenas dos líneas de diálogo, buscaba alejarse de su interlocutor lo más que el entorno le permitiera. Se quedó inmóvil observándolos. El 202 ahora se acercaba al 201 a explicarle lo que él ya sabía. 

De no ser porque un incauto imposibilitado de levantar la mirada de su documentación impactó con él al ingresar, no hubiera quitado los ojos de la escena que se repetía. El ejemplar, la duda, el seguidor. Todo lo ya conocido. 

“Ni tan ejemplares o sobresalientes si todos somos iguales” pensó.

Revisó sus bolsillos, palpó las llaves de su auto y salió de la dependencia. 

plaquette del autor alan huesca por anverso editores

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