Al borde del cielo en la circunstancia de todas las esquinas rompiéndose y dejando caer el agua sobre la pirámide, yo penoso, oh doliente bulto de carne flagelada, me siento desvanecer y regresar a la sustancia primera. El canto líquido y fluctuante que rociaba las bocas y secaba los males: yo incipiente, oh triste gendarme que pesa el hierro del mandato y que anda uno o dos pasos. No más distancia, no más lejana que la boca de la nube que me habla.
Y se encuentran, siempre se hayan en el mismo sitio, con las horas volteadas al resto. Decíamos antes, cuando se conocía poco de sus hábitos, cuando la información estaba vedada a las criaturas de agua y yeso (así le decimos arriba a la carne) que era la más extraordinaria coincidencia. Que lo nutritivo del suceso recaía sobretodo en el ánimo de las demás criaturas. La dicha de ellos en su fortuito encuentro era la fiesta y la comunión del pueblo, inmóvil, cerrado en las esquinas del cielo que bordeaban la cúpula fractal. Yo recuerdo que veía el sol de mi día y del día de mis ancestros, y de mi descendencia, y creo que la vista era suficiente para augurar al último eslabón (que nunca terminaría de dar testimonio, o que si lo llegó a hacer, sería imposible para cualquiera validar su existencia, pues en lo inhóspito donde se clava la frontera del tiempo, ¿qué historia puede preservarse?) y mirarme en su reflejo. El futuro que se está yendo de las manos.
Era fortuito decíamos, y las lágrimas corrían por los rostros de las mujeres. Se agrietaban sus pómulos y de un instante a otro el aire cambiaba, pero sería impreciso que diera una descripción. Un suceso extraño, como un levantarse de arriba y acabar volteado. Era igual a las ramas de los árboles que se cortan pero lo que cae es el tronco al desprenderse. Mientras los pájaros de los nidos siguen durmiendo en lo alto, sosteniendo en ese sueño la música de las hojas y los cantos de la madre que los llama aunque no estén listos. Pequeños polluelos, todavía son agua y no sé cuánta vida me reste, por favor, salgan, salgan mis niños. Auguro que la noche será triste, que acabará pronto.
Era una coincidencia, o eso pensábamos, era poco y tan mentirosa en la pirámide. Los vaticinios nos llovían desde abajo y conforme nos agrietamos todos nos dimos cuenta. Todo tenía que seguir este transcurso, las montañas debían partirse a la mitad en las mismas épocas. No había espectáculo más hermoso. A veces yo o mis iguales, o hasta los más pequeños adefesios de barro, sentíamos como la curva y el desprendimiento se nos anunciaba en las manos. Un crujido señalaba que era la hora del estallido y de pronto no había que esperar más. Rugía en nuestras piernas (conservamos los nombres de las extremidades: apéndices, sistemas, órganos, tejidos, células y compuestos, por miedo a desprendernos completamente. Ahora, y desde hace tanto que no puedo usar ninguna taxonomía ni categorizar el transcurso lineal, porque eso no cambia, eso nunca puede ser distinto, que el único miedo existente, pues la caducidad es esencia de este cuerpo frágil, oh doliente, es darle vida nueva al lenguaje. ¿Ya qué caso tiene si este límite es infinito?) y los corazones se sincronizaban con diferencias mínimas. Más apresurados los pequeños adefesios, todavía inmaduros por tan poca experiencia. Más lento, atenuados, como si de algodón fuesen sus entrañas pastosas, las ruinas secas y tendidas a la podredumbre, los ancestros. Dejaban a su tiempo, en secuencia, de ser hijos de la tierra para alimentar la pirámide.
Nos dimos cuenta a tiempo, alcanzamos este rito fúnebre para despedir al cerrarse del cielo. Hechos piedra la única preocupación fue cerrar oportunamente los ojos en el momento justo. Los acantilados nos recibieron a todos en la justa caída. Despedazados en la tierra el sol volvió a levantarse y yo sentí, y qué equivocado estaba, pero no podía creer otra cosa, que todo esto era solo una coincidencia.

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