Había escuchado que, para hacerse un lugar en esta ciudad enferma, tenías que venir dispuesto a que te devorara, te digiriera y, una vez que llegase el momento culminante, cuando la mierda y tú fuesen una misma cosa, cuando el estrangulamiento en el metro fuera parte inconfundible de ti mismo, cuando hubieras aceptado que deber un teléfono que ya no tenías iba a ser la norma, cuando llegaras pasada la medianoche a tu barrio a comer las únicas quesadillas abiertas y luego subir los cuatro pisos de escaleras hasta tu departamento de una habitación y tenderte rendido, deseando que el tiempo se acelere, se rompa, que te dividan en dos y esta parte punzante finalmente cruce al otro lado: formar parte, al fin, del gremio literario, lo habrías logrado. Sobreviviste a la capital, provinciano.
Pero no es así. El tiempo sigue ahí, húmedo y espeso, pegándose a las paredes y reteniendo la cama al piso. El tiempo que empieza a inhalarte, que pasea el cansancio de tus ojos a tus brazos y te paraliza las piernas. Te exhala y te regresa con la urgencia de ir al baño, de preparar tu comida, de cumplir las obligaciones que tú mismo te impusiste. Diez páginas diarias, o no duermes, o no comes, o voy a gastarme tu dinero en alguna pendejada para que tengas que aventarte el trayecto a pie. Tú eliges, pero ya sabes qué te conviene. Te sacudes y le bajas a la taza. Tienes que hacerte caso, tienes que escribir, tienes que acabar esa novela, Rafael. Ya pasaron seis meses y no vas ni a la mitad. ¿Qué, no tienes ganas de romperla? Sabes que puedes. Tú puedes, vamos, cabrón.
Mi cabeza rebota las palabras, las avienta a la cocina y las veo en el burbujeo del agua hirviendo para el café. Ahí está: es lo que necesito. Apago la estufa y, corriendo, llego al escritorio. Abro la computadora y empiezo a teclear. ¡Esta noche será la buena! Avanzo con vértigo, con un ansia mortal que va dejando el rastro rojo del error. Lo que importa es sacar el bruto, destilar ese instante luminoso y ponerle nombre a los vapores, a la sensación perdida que recuerda el alma y que me dicta cómo transcurrirá el clímax. Se me aglomeran en los dedos las palabras y voy trozando oraciones, combinando el presente con el pasado y el futuro con lo que iría antes de lo que escribo. Siento que voy desacelerando y, cuando llego a la mitad de la descripción necesaria para la atmósfera… nada. El silencio. Me quedo paralizado frente al monitor. El pulso de la página me invita a seguirlo y siento en el pecho el mismo ritmo. Cada vez más lento, más suave. El silencio de la calle se cuela a mi departamento y me adormece. Apago la luz, me acuesto y, con la alegría de haber cumplido mi tarea por hoy, me entrego a los dioses del sueño.
Pero hay algo, una duda súbita que me golpea detrás de la cabeza. ¿Sí fueron las diez páginas? Me levanto de un salto y arrojo la cobija al piso. Abro la computadora, y la esquina inferior me confirma el destino: 800 palabras totales. Página 3 de 3.

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