Pájaro invisible, señor velador y procurador de sarcófagos

Empieza con un golpe diminuto y reverberante que atraviesa la casa entera y se me cuela por las orejas. Luego conforme se adentra la madrugada el pulso sufre de variaciones y me saca de la primer hipnosis. Un, dos y tres, y… Un, dos y… De regreso a la imposibilidad de conciliar el sueño. Con los ojos bien abiertos fijos en la danza de la cortina. Un poco de luz se cuela y se expulsa en la marea del aire frío. Una vez sale el sol, los golpecitos terminan su jornada y ceden paso a los autos, los niños rumbo a la escuela, las bicicletas, las construcciones cercanas, por contrato de exclusividad a la noche me supongo, emiten todos los ruidos conocidos excepto el martillo. Me llegan atenuadas las voces de los trabajadores, sus conversaciones entrecortadas sobre ineficacia y una que otra queja tímida, discreta, como si al decir las cosas con el nombre con que se les bautizó, algo terrible fuese a suceder. O alguien terrible fuera a llevárselos.

El día sigue con su sinfonía de ruidos varios y sus momentáneos silencios. Puertas que se abren apenas para asomar la cabeza y revisar que el interior es menos deseoso que el afuera. Un hueco luminoso que calienta la habitación, un sauna casero y pestilente que me saca las cobijas y me deja desprotegido. Una trampa, es lo que son. No puedo dormir por el calor y el silencio tan espeso me aturde. Me llena de humo la cabeza. Alzado sobre la cama, flotando en las infinitas motas de polvo acabo mareado y con jaqueca. Cierro las cortinas y las dejo bien pegadas a la pared. La luz es mínima, pero nunca igual a la noche.

Pasa el día, vuelven las voces de los niños cuando regresan a casa, los autos ahora silban sus estridentes cantos del otro lado de la calle y la luz se va perdiendo en la sombra azulada que poco a poco enfría mi cuarto. Me levanto y tiendo solo la sabana, bien ajustada y ceñida a los bordes para introducirme y quedar inmóvil, el juego del sarcófago del atardecer. Siempre es mi parte favorita del día. Amodorrado, imposibilitado de acción, débil y frágil saco de huesos a merced del insomnio. Se vuelve morado todo, un morado casi lila pero morado. Morado denso que mis ojos hacen niebla y cuyas astillas me pican el rostro. Se va cayendo la carne, pedacito por pedacito. Morado luego más obscuro. Cuando cierro los ojos y pienso que finalmente es la hora, que ya me tragué todo el sol y que la noche me espera con brazos abiertos nuevamente el golpecito, el constante pico de un pájaro que no me deja verlo, que por no sé cual razón tiene que venir a usar esta cripta de metrónomo.

Un, dos y tres y… Un, dos y tres y…


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