Anterior a la creación del verbo, la tierra ya estaba en riña eterna con los mares y el cielo. Su razón central, la piedra en que posaba toda certeza y en la cual recargaba el peso de su lógica era la injusta distribución del encanto en sus colores. Aspereza, resequedad y filos altísimos de granito o piedra vulgar, solo eso le había otorgado la creación. Valles, cuencas y pozos infernales que culminaban en el sueño de la lava volcánica. Figuras y accidentes del creador. Solo eso era, un proyecto dejado a la suerte. Un rompecabezas abandonado apenas se encuentran las esquinas. Cielo y mar, gemelos separados por el horizonte, en protesta contra la falsedad de sus enunciaciones. La tierra era la cuna de la vida, y la vida es un arcoiris de carne. Montones de pelajes, plumas, flores, ramas y distancias que se pierden en la lejanía donde el resplandor de la vida, el fresco y espejo verdor eterno, acaricia el cielo. Visto desde ellos, la tierra tenía mayor hermosura, el conflicto no tenía fundamento.
La tierra sabía de las argucias celestes y como los embistes del vaivén del agua confabulan supuestos, pliegues en las olas que engañaban la distancia, pozas ocultas que lograban tragar hasta el argumento más letal. Cuerpos infinitos del vaivén, maestros de retórica y dialéctica. Fácil era socavar su queja, pues los ríos corrían sobre la piel y mares, lagos y lagunas, eran la plaga alimentada de los espacios de tierra. La vida y sus personajes, ¿no eran acaso otra enfermedad que había nacido del agua y tenía como meta conquistar el territorio de piedra? Emisarios del agua, eso eran los árboles. La tierra era un espacio de guerra, una frontera más por borrar del horizonte.
Y la discusión persistió hasta que el creador, harto de lo vacuo de su proyecto y haciendo oídos sordos a un conflicto del que no tenía interés, creó al hombre a su imagen y semejanza. Y él se encargó de dar voz al verbo del conflicto con voluntad rotunda y con la vista rompiendo el horizonte. Domó los mares, la tierra y luego de mucho diseccionar a las aves, se hizo del cielo. Lo pinchó con una aguja enorme y salió al exterior. Pisó la luna, fotografió los orígenes del universo y encontró el rostro de dios en el ojo de una nébula a millones de años luz.
No significó nada. Así como su padre, palpaba el hueco en su misión de creación y conocimiento.
Perdió la esperanza, maldijo su condición insignificante, murió en él la semilla que el creador plantó. Rompió el pacto y deshizo el cielo y la tierra, envenenó los mares. Luego se tendió a llorar encima de su cadáver.

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