El último rayo de sol se escapaba frente a sus ojos. Aún restaban los últimos trazos para acabar de perfilar la nariz y enmarcar su rostro en la contraluz de la ventana. Los otros locales y los autos que pasaban sobre la avenida se difuminaron en la noche. Ahora una secuencia de luces rojas y amarillas creaban un cauce de luces partidas en múltiples ráfagas. Recurriría a la memoria y a los trazos anteriores para homologar las sombras y las luces.
—No te muevas, ya estoy por acabar. Solo los últimos trazos del contorno, ya lo sombrearé a la suerte.
—¿A la suerte? —le respondió ella escéptica, girando suave la cabeza para verlo dibujar. —Me tienes igual a una estatua durante 30 minutos para que acabes el retrato “a la suerte”. No me vengas con tonterías.
—Es broma, lo completo después siguiendo las otras sombras. Quedará bien, lo prometo.
Y más valía que así fuera, ese era el retrato más importante que había realizado hasta la fecha. No solamente por el pago excepcional que recibiría, sino porque pocas veces un artista emergente, de la periferia y poco habilidoso con la retórica, lograría tener contacto con la curadora del museo de arte contemporáneo y la convenciera de darle una oportunidad. Mostrar que su talento, su agilidad y destreza para los claroscuros eran dignos de ser presentados.
La miró nuevamente pero ella ya había dejado de posar. Agitaba su frappe con aburrimiento, tenía la mirada clavada en ningún punto concreto de la mesa y su pie daba ligeros golpecitos sobre las baldosas negras y blancas. Se acercó la mesera a preguntarles si todo estaba bien. No alcanzó a contestar, ella se adelantó a pedir la cuenta. La oportunidad de su vida, su primera gran exposición continuaría siendo tan solo un sueño.
Un espejismo que al tratar de tocarlo se disuelve en el aire.

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